La misteriosa oscilación de la caña

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Victoria M. Niño | valladolid 

Salvador Alberola, fagot solista de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León


Serio, pasa por ser el serio de su familia, a pesar de querer tocar el tambor desde pequeño. Salvador Alberola es un valenciano sin acento, un castellano asimilado al que le gusta el frío y el cocido. Lleva en la OSCyL desde 2005, como solista de uno de los instrumentos más exóticos, el fagot. La madera de su instrumento, sin embargo, acusa negativamente las veleidades del clima continental.

Alberola llegó con una dilatada experiencia sinfónica tras diez años en la OBC (Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña) pese a su juventud. El primer fagotista de la Banda de Silla vivió rápido sus primeros lustros laborales y en Valladolid encontró un equilibrio casi perfecto familiar y musical. «En realidad yo quería tocar el tambor en las Fallas y mi madre me apuntó a la escuela de música. Parece que se me daba bien el solfeo y el profesor decidió que yo tocaría el fagot, ya que no había nadie que lo tocara. Me compraron uno y comencé a estudiar. La música me resultaba fácil, lo que resultaba más duro eran los viajes al conservatorio de Valencia, a 15 kilómetros, y seguir las tareas del cole».

El fagot de entonces era más alto que él, «siempre tenía que ir un adulto conmigo, nunca era autónomo», y la crueldad infantil se cebó con la curiosa pareja que formaban el intérprete y su talludo instrumento. «Los clarinetistas o los trompetistas iban tan orgullosos, pero yo, parecía un bicho raro. Luego sacabas el instrumento y sonaba la mitad que los demás. Tuve mi crisis, tomé clases de clarinete. Pero luego me di cuenta de que me gustaba el fagot. Volví a él y hasta hoy». Llegó el estirón, estuvo a la altura de su fagot y la rebasó. Terminado el grado medio, hizo una prueba para la OBC y con 19 años tuvo plaza fija en la que considera entonces una de las mejores orquestas españolas. «Todo era más flexible. Te pedían que tocaras y tenías cinco años para hacer el grado superior. Ahí empezó mi verdadera formación musical, fui haciéndome una idea de cómo quería tocar. Pero la falta de madurez me pasó factura. Fueron diez años muy duros. Primero porque había tres programas semanales de abono, giras. Además tenía que seguir estudiando. Formé una familia y el clima laboral era hostil. No pude con la presión y a los 29 años lo dejé. Perdí la plaza».

Cambió la silla sinfónica por un proyecto de conservatorio en su pueblo, en el que estuvo dos años. Pero le tiraba la orquesta, así que mientras dirigía una banda en Valencia y estudiaba nociones de dirección, fue preparándose para volver a las audiciones. «Me gustaba la idea de venir a la Sinfónica de Castilla y León porque tenía buena fama, se sabía que sonaba bien. Vine y aprobé a la tercera. Uno demuestra lo que puede hacer tocando y muchas veces el intérprete hace bien la prueba pero cada orquesta busca un sonido y una manera de tocar». Solo conocía a su compañero actual de sección Igor Melero, que en su día le dio clase, y fue él quien le enseñó Laguna, eco lejano de su Albufera, y allí sigue. «Siempre he vivido en pueblos. Me gustó la orquesta y la forma de vivir, espero poder jubilarme aquí».

Este músico, que se define casero, pasa buena parte del tiempo que no estudia enfrascado en el mantenimiento de su instrumento, fundamentalmente haciendo cañas. «En la boquilla hay una caña que al soplar vibra y eso es lo que al atravesar los tubos emite el sonido». La caña puede ser fabricada industrialmente u orgánica. «Me gustan las orgánicas, me las hago yo. Pero es un trabajo ingrato. De cada diez, me sirven dos». Es un misterio en el que intervienen las condiciones medioambientales –solo lamenta la sequedad de la meseta–. «Suelo llevar un caja con varias cañas. Sé que no me duran más de una semana, así que los lunes estreno, pero por si no funciona llevo una ya usada». La frustración llega cuando el director pide más sonido, más piano, y Alberola no lo consigue. «El primer año me volvía loco. Aunque hayas estudiado todo lo que has podido, aunque lo tengas muy bien preparado, al final dependes de cómo vaya la caña. El director no sabe de cañas, ni falta que le hace, él quiere algo que tú debes conseguir a pesar de los problemas técnicos». La gestión de esa aleatoriedad le demanda la misma paciencia que la de su gran afición, la pesca. En ambas actividades hay una caña de por medio, un artefacto artesanal que puede obrar el milagro de enganchar al pez o al público, de reaccionar según su vibración.

«Mi padre tenía una barquita y me llevaba a la Albufera a pescar. Luego he llevado a mi hijo a la laguna de aquí y abandoné un poco la afición cuando él dejo de venir conmigo. El propósito de 2015 será retomar la pesca». Si tiene que definir el encanto de la espera, le viene la imagen del mar. «Es muy agradable estar en medio, viéndolo, oliendo la sal. Pero no sabría decir por qué me lo paso bien. En el caso de agua dulce, la pesca de la trucha es muy entretenida, te hace caminar mucho. Pero creo que me sé mejor la teoría, he visto muchos documentales, he leído mucho sobre el tema, que lo que luego logro en la práctica».

Aunque no se considera deportista, el trabajo le obliga a frecuentar el gimnasio. La espalda se resiente del abrazo continuado a un instrumento que oscila entre los seis y los siete kilos. «Hay quien se lo cuelga al cuello, yo prefiero tocarlo ladeado, como un saxo tenor». Aunque aprecia la carne y el vino local, de vez en cuando se luce con la paella «típica valenciana, la que lleva pollo, conejo, judía verde y garrafón. Así se hacía en la Albufera, con los alimentos que había a mano y el agua de las acequias, que podía beberse entonces».

Aquel niño que quería tocar el tambor mataba el gusanillo en Fallas, «me dejaban el bombo, los platillos y el tambor», hizo del enigmático fagot su forma de vida. Al primer músico profesional de su casa, le siguieron una hermana y tres primos. «Ya hay dos ‘alberolas’ cantando por el mundo».

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